El conductor de almas y sueños

Me hallo en lo alto del Palacio de Ishtar-Kititum, habituada solamente con el tocado divino de hastas dobles sietes y una túnica ligera, empuñando el escudo del águila leontocéfala y aplastando con mi sandalia a los legítimos enemigos del Supremo Naran-Sin. Hoy y aquí, yo maldigo el mal nombrado ojo por ojo del bendito y desgraciado a la vez Código de Hammurabi, porque el mensaje es claro: sólo a través del mundo de la verdad cuyas llaves son las leyes de la justicia divina conseguiré aprobar el examen, ese que me ha retado a la perfección, jugándome con ello la respiración porque en su momento apostar sobre un puñado de cereales me pareció cosa de niños y sabido es que lo mio es pegar fuerte. A mis espaldas confabularon decretando para mí el camino de una laberíntica perdición. Me remite directamente al Valle del Éufrates donde me aguarda en codena el venenro viperino. Mi verdugo está preparando las brasas y mis vasos cánopes se esculpieron ya en época de primeras dinastías. Custodiarlos corresponde a mis 13 guardianes, lo cual me otorga cierta calma, a pesar de que mis esclavas rumorean que entre ellos andan clavándose puñales para disputarse el enclave de mis pulmones. Sí, me consta. El sumo sacerdote ha sacrificado uno de los cabritos de Josué el Justo para escudriñar sus entrañas en pos de predecir mi negro porvenir, y los altares de mis ancestros rezuman en canela y betún.

¡Ya estoy harta! Así reza mi desafío: "Lanzad monedas al cielo, oh dioses caprichosos que llevo siglos esperando este momento, pero tened muy presente que Cleopatra es mi nombre y que por mí, Roma se disputaron los dos más grandes"