martes, 11 de noviembre de 2008

Diario del viajero (La inmortalidad del Dios tiempo)


Hacía 18 veranos que Danielle andaba por el mundo causando estragos como aquel; achacados, por otro lado, a lo que definía como un temerario sentido del equilibrio y su belleza era impropia; más bien acomodada a la madurez de mujeres que han aprendido a embellecer los detalles con la edad. Era preciosa, y toda ella parecía formar parte inseparable de aquel pequeño rincón del planeta conocido como Cabo Soprano.

Tardé días en confesar que conocía a la perfección su idioma, pues tantos años en Barcelona me habían proporcionado un asequible conocimiento de la lengua que me permitía defenderme, cuanto menos para comprender en aquel primer instante que se había lastimado el tobillo y que a duras penas iba a poder andar. Así que decidido la tomé en brazos dejando caer los pies por delante y cargando el resto de su menudo cuerpo en mi espalda, a lo que ella respondió golpeando con sus puños mi columna. Pero yo fingía no entender y seguía riendo a carcajadas hasta que llegamos a casa de mis padres.

Mi madre preparó el almuerzo para ambos: un delicioso queso brie que Salvatore había traído de Normandía y que ella aderezó concienzudamente con tomillo y otras hierbas. Danielle nos explicó en un extraño bilingüismo que la hacía conjugar en un italiano pronunciado con claro acento catalán que había venido a Italia a descansar y a estudiar. Dos días después yo descubriría que en realidad se había escapado de los últimos candados que la ataban a una más que consumida relación. Al margen de ello, debo añadir que mi tapadera casi se descubre al conocer mamá el origen de Danielle, pues me dirigió una mirada furtiva que afortunadamente pasó desapercibida a la joven.

Aquel fue el primero de los 29 días que pasamos juntos en Gela y, a pesar de todo, aquello que recuerdo con más cariño fue la primera vez que hicimos el amor en la víspera de mi cumpleaños.
Como cada noche había ido a recogerla a la hostería y como cada noche me había perfumado y arreglado al dedillo sin descuidar nada en absoluto. Lo cierto es que no me reconocía a mi mismo, pues hasta aquel mismo verano, la facilidad con la que conseguía conquistar a las mujeres con las que me acostaba, me permitía si no descuidar mi apariencia al menos sí desatenderla en su justa medida. Lo distinto aquella noche fue que, al llegar, Danielle no me esperaba recostada en la puerta como de costumbre. El patrón de la pensión que engullía a trompicones un plato de raviolis aceitoso y grasiento me comentó que la signorina había salido de excursión por la mañana temprano y que de vuelta parecía agotada. Y fue así que al subir a su habitación la puerta abierta me permitió ver como dormía plácidamente envuelta en una maraña de mantas y completamente desnuda como minutos después tendría el inmenso placer de comprobar.


No sé por qué pero en aquel momento sentí un gran deseo de acariciarla y no pude reprimirme. Al hacerlo se despertó pero tardó aún unos segundos en identificarme. Acto seguido, se incorporó adaptando cada una de las sábanas a su cuerpo para cubrirlo totalmente. Me acerqué a su oído despacio, lo suficiente como para susurrarle que conocía perfectamente el catalán y propinándome ella, rápidamente, una sonora bofetada. Me empujó al suelo y corrió hacia el lavabo para ponerse el camisón y taparse con una bata de gasa roja. Se apoyó contra la pared opuesta a mí, que seguía tirado sobre las baldosas mirando con atención cada uno de sus movimientos. Me puse en pie y fui hasta ella. Ninguno de los dos dijo nada más. Me acerqué hasta que tuve sus labios a unos pocos centímetros de los míos. Los besé tiernamente sin obtener de ellos el más ínfimo ápice de respuesta. Empecé, entonces a besarlos con pasión y desaté la bata con ímpetu; deslicé los tirantes del camisón hacia abajo y la gravedad hizo el resto quedando Danielle totalmente desnuda ante mí.

Aquel cuerpo me hizo perder la razón. Era como si yo, el consagrado historiador de arte; el exitoso restaurador hubiera sido desarmado por la imagen desnuda de la ondulante perfección de sus curvas. Lamí su cuello y sus orejas hasta que toda ella se estremeció y la llevé a la cama.Recuerdo que hicimos el amor toda la noche como dos adolescentes vírgenes que experimentaran el placer por vez primera, absorbiendo de él todos los pormenores, derritiendo mi cuerpo dentro del suyo como si el uno hubiera formado parte del otro desde siempre.

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