Angélica y yo empezamos a acostarnos pero nuestra relación era como un componente intrínseco de nuestro vínculo profesional. Imagino que fue mi primer gran amor aunque siempre mantuvimos una cierta distancia. El problema era que, al empezar a salir con ella, yo aún no había conseguido desintoxicarme de las minifaldas que vestían las jóvenes promesas del arte que acudían a la librería de mi atractiva agente a comprar alguno de mis ejemplares, ni tampoco de la morbosa elegancia de las marchantes de arte que frecuentaban mi galería. Sí, es que la prosperidad tiene eso de que engendra dinero y podrido de vanidad invertí hasta el último céntimo acumulado en la apertura de un gran local para la exposición de piezas artísticas de mediano valor.
Nuestra historia se prolongó cuatro años, justo al empezar yo a rozar el hastío por todo y cuando para ella mis “deslices” de adolescente se hicieron por completo insoportables.
Aquel mismo verano, a puertas de mi trigésimo cumpleaños, cuando rompí con Angélica, y no sólo con ella sino con todo como decirlo… al unísono, volví a Gela para visitar a mis padres.
Recuerdo aquel día como el día del atún. El amanecer y yo abríamos los ojos a la par cada mañana y si algún día olvidaba nuestra cita, a través de la ventana me invitaba a respirar el delicioso olor a mar. El sol se desperezaba justo cuando yo andaba ya a medio camino de la playa; se asomaba tímido y me permitía andar sigilosamente entre la última oscuridad. Pese al frío matutino corría descalzo y descamisado hasta el Cabo. La arena hacía estragos con mis pies y la brisa costera pellizcaba mi piel con pequeñas punzadas. Apenas si podía percibir nada de todo ello; sólo sentía la velocidad y el dolor de mis gemelos resentidos y aún así corría y corría hasta que el paisaje se volvía tan insoportablemente hermoso que mis ojos sufrían por estar malacostumbrados a tanta perfección.
El viejo Salvatore me esperaba paciente al salir del agua con una caña de pescar. ¡buenos días Luca! Me decía tendiéndome el periódico y un par de panecillos tiernos y calientes de los que preparaba su esposa todas las mañanas. No puedo decir con precisión el tiempo que pasaba pescando y nadando, pero lo que si recuerdo es que Salvatore me ofrecía en aquellos momentos, con su charla distendida y jovial toda la compañía humana que deseaba. Eso era, al menos, lo que yo creía porque quiso el destino que una mañana un ángel irrumpiera paseando en aquel Edén.
La primera vez que la vi lucía un vestido blanco de encaje y se frotaba los brazos por el frío matutino. Caminaba haciendo eses por la orilla y de vez en cuando daba pequeños saltos para evitar que el agua helada mojara sus hermosos pies. El viento mecía su larga melena castaña hacia atrás y sus ojos color miel intentaban fijar la vista en algún punto del vasto horizonte. Reí al ver como torpemente trataba de colocar en su sitio uno de los tirantes que jugando a la rebeldía resbalaba una y otra vez dejando al desnudo su hombro izquierdo. En una de las manos sostenía lo que al principio pensé que era un libro y, sin embargo parecía terriblemente pesado. Yo, por mi parte estaba de pie, dentro del agua, incapaz de moverme.
Al acercarse por fin pudo percatarse de mi inesperada presencia. Fue de súbito, probablemente demasiado; tanto que sobresaltada al detenerse en seco apoyó mal uno de los pies cayendo de espaldas y lanzando el tomo directamente al mar. ¡maldita sea! Empezó a gritar, y sin pensarlo se tiró de cabeza y se sumergió para rescatarlo. Al final, por lo pesado que era fui yo quien tuvo que rescatarlos a ambos. De la retahíla de salvajadas y maldiciones que profirió en un italiano bastante pésimo sólo alcancé a entender que trataba de comparar su odisea marina con algún tipo de actividad relacionada con el atún.
Nuestra historia se prolongó cuatro años, justo al empezar yo a rozar el hastío por todo y cuando para ella mis “deslices” de adolescente se hicieron por completo insoportables.
Aquel mismo verano, a puertas de mi trigésimo cumpleaños, cuando rompí con Angélica, y no sólo con ella sino con todo como decirlo… al unísono, volví a Gela para visitar a mis padres.
Recuerdo aquel día como el día del atún. El amanecer y yo abríamos los ojos a la par cada mañana y si algún día olvidaba nuestra cita, a través de la ventana me invitaba a respirar el delicioso olor a mar. El sol se desperezaba justo cuando yo andaba ya a medio camino de la playa; se asomaba tímido y me permitía andar sigilosamente entre la última oscuridad. Pese al frío matutino corría descalzo y descamisado hasta el Cabo. La arena hacía estragos con mis pies y la brisa costera pellizcaba mi piel con pequeñas punzadas. Apenas si podía percibir nada de todo ello; sólo sentía la velocidad y el dolor de mis gemelos resentidos y aún así corría y corría hasta que el paisaje se volvía tan insoportablemente hermoso que mis ojos sufrían por estar malacostumbrados a tanta perfección.
El viejo Salvatore me esperaba paciente al salir del agua con una caña de pescar. ¡buenos días Luca! Me decía tendiéndome el periódico y un par de panecillos tiernos y calientes de los que preparaba su esposa todas las mañanas. No puedo decir con precisión el tiempo que pasaba pescando y nadando, pero lo que si recuerdo es que Salvatore me ofrecía en aquellos momentos, con su charla distendida y jovial toda la compañía humana que deseaba. Eso era, al menos, lo que yo creía porque quiso el destino que una mañana un ángel irrumpiera paseando en aquel Edén.
La primera vez que la vi lucía un vestido blanco de encaje y se frotaba los brazos por el frío matutino. Caminaba haciendo eses por la orilla y de vez en cuando daba pequeños saltos para evitar que el agua helada mojara sus hermosos pies. El viento mecía su larga melena castaña hacia atrás y sus ojos color miel intentaban fijar la vista en algún punto del vasto horizonte. Reí al ver como torpemente trataba de colocar en su sitio uno de los tirantes que jugando a la rebeldía resbalaba una y otra vez dejando al desnudo su hombro izquierdo. En una de las manos sostenía lo que al principio pensé que era un libro y, sin embargo parecía terriblemente pesado. Yo, por mi parte estaba de pie, dentro del agua, incapaz de moverme.
Al acercarse por fin pudo percatarse de mi inesperada presencia. Fue de súbito, probablemente demasiado; tanto que sobresaltada al detenerse en seco apoyó mal uno de los pies cayendo de espaldas y lanzando el tomo directamente al mar. ¡maldita sea! Empezó a gritar, y sin pensarlo se tiró de cabeza y se sumergió para rescatarlo. Al final, por lo pesado que era fui yo quien tuvo que rescatarlos a ambos. De la retahíla de salvajadas y maldiciones que profirió en un italiano bastante pésimo sólo alcancé a entender que trataba de comparar su odisea marina con algún tipo de actividad relacionada con el atún.
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