domingo, 28 de septiembre de 2008

Diario del Viajero (las pesadillas de Morfeo)




Angélica me ha acompañado a visitar la exposición de aquel fotógrafo tan lunático. Todas las imágenes intentaban cantar las glorias de la maternidad, ya en familias campesinas (como irónicamente manda la tradición clásica), ya en recargadas mascarillas de famosos personajes contemporáneos del mundillo.
Conociéndola, ella hubiera despreciado éstas últimas. Decía que la sencillez de las primeras versiones de Feuerbach era la única capaz de inmortalizar el verdadero espíritu de una mujer y que las fotografías posmodernas de jóvenes ociosas, huecas y despreocupadas sólo conseguían retratar la obsesión de los artistas por las tendencias escapistas de esas mismas musas.
Danielle era, tal vez, como la musa que inspiró el retrato de la mujer de Moreau; esa que recoge con veneración de las aguas del Ebros la lira y la cabeza del desgraciado Orfeo (una gráfica caricatura de mi mismo). Angélica, en cambio, era reflexiva, fría y sistemática, más próxima, probablemente, a la antítesis que extirpa la esencia de las desvestidas del desayuno de Manet. Era, sin embargo, la única que nunca se había apartado, totalmente, de mi lado. El tiempo y la paciencia habían hecho de nosotros un pintoresco dúo.
Las largas caminatas por el Barrio Gótico me devolvían cierta serenidad y refrescaban mis constantes hasta devolverme a la vida insuflado de realidad. Sentados en el Caelum del Pi, le he desvelado a Angélica los entresijos del sueño que tuve la noche anterior. No esperaba nada de ella más que un estricto análisis de mi turbadora situación y es lo que precisamente he obtenido: “si no renuncias a su recuerdo él mismo te matará”. Después de la sentencia ha seguido anunciándome lo que para ella era un breve de alentadoras noticias: “He conseguido recomendar tu trabajo a un par de editoriales y están muy interesados en leerlo”… “Luca, ¿me estás escuchando? No se, como después de tantos años sigo aguantando tu asquerosa impasibilidad”.
No es que no la escuchara, había aprendido a hacerlo con atención, pues en una época, ella, mi agente, había sido la única capaz de encauzar hacia buen puerto mis excentricidades. Es sólo que, al perder a Danielle, no sólo arrancó una parte de mi mismo, sino que se llevó consigo el saco de mi creatividad. Además, me sentía extraño al compartir con alguien, aunque fuera Angélica, mis miserias y más aún, expresarlas en voz alta me descolocaba. Por lo que estando allí, sorbiendo lentamente el café, era justo eso lo único que de mi quedaba en la cafetería, lo demás volaba muy lejos. Como ella, cuando al entregarme su cuerpo y con él la posibilidad de nadar en todos sus sabrosos placeres, dejaba el resto de sí misma en el quicio de la puerta, fuera, muy lejos de mi habitación.
Es fácil intuir que deseé tenerla. Sin embargo todas sus acciones rubricaban un amor por su libertad que excedía con mucho el valor que pudiera conceder a cualquier otra cosa, incluso a mí. Es más, creo que era esa libertad la que había moldeado cada uno de los rasgos de su poderosa identidad. ¿Quién era yo, entonces, para querer tan siquiera robar un poco de sí misma?

Al salir llovía, yo ya lo sabía y aún así, había preferido dejar el paraguas en casa, exigía que la lluvia me hiciera un poco más real las imágenes de la noche anterior. Al verla allí sentada, empapada, su rostro se me hacía tan cercano, tan fácil de acariciar y de besar. En ningún momento creí estar soñando, ni siquiera al despertar.
Los zapatos encharcados hacían más difícil el regreso a casa y eso me enfurecía.He echado a correr iracundo, como alma que lleva el diablo. Al llegar a la parada del autobús, solo, he comenzado a gritar: ¿Dónde estás? ¿Dónde estás? He subido a mi despacho. No había querido volver a casa, necesitaba alimentar la memoria. Y así, recostado sobre el cristal de la ventana he cerrado los ojos y empezado a imaginar: Veía como se alejaba de mí, lentamente, callada, sin dejar de mirarme. El viento arropaba su vestido y se le ceñía al pecho. El pelo mojado y revuelto caía dulcemente sobre sus hombros. La ropa se pegaba a su cuerpo como si Teonio Mendez hubiera volcado toda su gracia sobre ella, como si haciéndola estatua la hubiera convertido en una Niké alada que había descendido del cielo para hacerme pecar.

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