domingo, 28 de septiembre de 2008

Diario del viajero (Los pecados de Calderón)


Al despertarme sentí las manos escarchadas. Aunque me sabía exánime y sin aliento, sentía como esas mismas manos yermas asían la almohada con fuerza, acercándola a mi rostro, intentando encontrar en el frío las huellas de un aroma familiar. Del otro lado de la cama, la nada me sonreía burlándose de mi patética persona.

Ayer volví a verla.

Mi despacho está tan vacío como yo. Sobre la mesa, cientos de papeles perennes que me resisto a ordenar. Las estanterías vacías, también, quietas y majestuosas en el papel del narrador que explica al tiempo la historia de un romántico traicionado por el más cruel de los tiranos, su propia existencia. La Historia de aquel que decidió desertar para siempre del amor y rescribe los verbos del pasado una y otra y otra vez. Cuando se fue, decidí esconder todos mis libros en el desván; al mirarlos soñaba su imagen en aquella misma habitación. Luces traviesas que interferían sobre mi escritorio para fotografiarla desnuda, ojeando imperturbable alguno de ellos, como si ni el mayor de los estímulos pudiera pinchar su alma para alterar aquel estado.

El cielo de esta ciudad llora, siempre, con preaviso. Con los años he aprendido a leer de las sombras los mensajes que oculta Barcelona. Anoche, las nubes se me antojaron un lienzo inacabado; la obra de un artista que las había dotado de una poética oscuridad… como personificándolas en capricho. Y, así, jugando a confundirme, empezaron a temblar silbando una estruendosa cantinela de rayos y truenos.
Siempre soy el último en abandonar el Instituto. Ni siquiera cuando el marmóreo hombre de Rodin que reposa sobre la cartela, deja de pensar y, cansado, empieza a bostezar. En casa me espera la soledad. Cuando llego ha preparado la cena, un manjar distinto cada vez con el que envenenar mis noches. A veces sabor a dolor; las mejores, sólo silencio.

La Calle donde está el Instituto es una de las pocas que aún conserva farolas modernistas. Al pensarlo, se me ocurre una gilipollez: Barcelona se ha confabulado con ella para torturarme, para no permitirme arrinconar en la pared del olvido todo lo que significó el arte una vez, hace ya mucho tiempo. La tormenta hizo estragos sobre un par de ellas que se apagaron de repente, devolviéndome a éste mundo de súbito, sin estar aún preparado. Me levanté para contemplarlas a través de la ventana pero, entonces, algo aguijoneó mi corazón; como si Marcos, el viejo guarda de seguridad, poseído hubiera irrumpido en mi despacho para clavarme un punzón en las costillas. Después de frotarme los ojos y recolocarme las gafas experimenté, por un solo instante un miedo hasta aquel momento desconocido. Abajo, junto a la parada del autobús, estaba ella, vestida de negro, calada… aguardando algo, tal vez a alguien. Una camioneta pasó demasiado cerca, empapando sus pies descalzos. Sin inmutarse se sentó. Al correr escaleras abajo, me maldecía a gritos por no poder dejar de fumar y, al mismo tiempo, notaba que mi diafragma se servía de esfuerzos sobrehumanos para hacer.

Estaba tan cerca… pero mis piernas no avanzaban, mi voz maldecida, luchaba desde dentro por hablar pero no encontraba palabras. Lloré en silencio y me desplacé en sigilo hasta quedar a pocos centímetros de su espalda. Ella seguía observando el cielo sin reparar en nada más. De repente como si mi presencia hubiera dado alas a mi callada voz, giró el cuello, me miró fijamente y sus ojos penetraron en lo más profundo de mis miedos.

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