
Siempre que se acercaba al gramófono desechaba rápidamente algunos de los discos; decía que las canciones de amor aletargaban el corazón y emborrachaban su lujuria. Volvía entonces el cuello sutilmente, interpretando una desidia cuidadosamente estudiada, recorría furtivamente el título de todos los anversos y sus ojos rebotaban siempre, como entrenados, hasta la selección británica. Rozaba despacio la cara más cercana del ejemplar, como temiendo alterar con el sólo roce alguna de las vibraciones inscritas en él. Se había convertido en un tesoro, una reliquia que albergaba los secretos más profundos de un tórrido y oscuro tiempo: un desgastado disco de Oasis.
Tras colocarlo se detenía unos segundos para mirar. Ni un solo día he dejado de adorar aquella cara de ingenuidad. Su mirada parecía no comprender cómo aquel instrumento era capaz de reproducir una voz humana que contuviera en sí misma los misterios de tanto pasado. En realidad, siempre he sabido que el sonido la paralizaba, las primeras notas hacían de ella un ser vulnerable, inmóvil, incapaz de reaccionar. Deslizaba las yemas sobre la gaveta para comprobar que los vestigios de su Historia permanecerían a salvo por lo menos un día más. Al volverse hacia mí me observaba; sus labios herméticos parecían absolverme y, a la vez, hacerme responsable de custodiar aquella estantería. Su actitud era tan elegantemente abrumadora que en esos instantes no podía evitar pensar que si me atrevía sólo a negarme ella recogería metódicamente sus cosas y me abandonaría no sin antes prenderme vivo.
No sé que fue de aquella nevera. Era cuadrada, pequeña, azul y perfecta. Recuerdo que al comprarla deseé colocarla en un sitio visible, para que todo el mundo pudiera disfrutar de su autoridad, de la evidencia del frío que precedía al primer contacto. Resultó ser la novia ideal de una vieja cómoda. Viviendo ambas su amor justo en una esquina de mi salón. Nunca, sin embargo, hubiera llegado a amar aquella extraña disposición de no ser porque formaba parte de su sistemática rutina. Caminaba balanceándose al son de la música, conmoviendo su cintura de un modo que retorcía mi desenfreno. Se contoneaba como una emperatriz romana soberbia, mesándose el cabello, incitándome a suplicar me concediera licencia para besarla y desnudarla. Hubiera vendido la razón sólo por perderme en medio de tanta arrogancia y lo único que hacía era recostarme nervioso, incapaz de hablar, mudo y prisionero de aquella belleza.
Al tomar una de las cervezas se dejaba caer sobre la cómoda. Parecía no calcular la posición pero cruzaba las piernas en la medida de una peligrosa seducción. Dejando jugar, únicamente, a la intuición. Me miraba sopesando cuánto estaba dispuesto a apostar esa noche. A menudo me echo a reír pensando en el valor de aquella nevera. Funcionaba tan bien que el frío de la cerveza hacía que todo su cuerpo se estremeciera y las gotas que caían se deslizaban sobre su pecho como osando profanar el prohibido contacto con su piel.
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