lunes, 13 de octubre de 2008

Diario del Viajero (El sueño de Dante)




Cuando abrí los ojos la cama estaba fría así que me acurruqué y me quedé muy quieto, saboreando el olor de su cuerpo que aún seguía impregnado en las sábanas. Estuve viviendo de ese olor durante toda una semana y fue ese, precisamente, el tiempo que tardé en volver a verla.
Al telefonearla no respondía. Cada tarde, me imbuía en la maraña de trabajos pendientes a los que Angélica había etiquetado como urgentes. Escribía hasta que mis manos se resentían y la incertidumbre empezaba a golpearme en las sienes. Abotargado me inundaba de repente una extraña turbación; dejaba el Instituto y me dirigía, así, religiosamente a la Casa dell’ Arte. Era una galería anticuada y de muy mal gusto que Danielle solía frecuentar embriagada de ese absurdo entusiasmo que tienen los estudiantes de Arte y que nunca he llegado a comprender. Me sentaba a esperar. Por entonces, creo que aún leía algún que otro clásico. No estoy seguro pero creo recordar que ojeaba alguna novela a la que no prestaba mucha atención pues en períodos frenéticos de 10 minutos me levantaba y paseaba por las salas mirando de soslayo a las jóvenes que, de espaldas, me la antojaban. Pensaba, al mirarlas, que la había encontrado, me sentía en calma y al acercarme volvía a decepcionarme. Sí, me sentaba y me sentía cansado, había en mí una sensación de soledad a la que temía porque traducía a mi acorchada razón una verdad que me aterraba: la necesidad y la dependencia que tenía de ella.
Podía haber muerto allí esperando, echado sobre el suelo desde donde aquellos Rembrant de imitación me guiñaban el ojillo cínicos y traviesos. Nunca encontré en una falsificación tan mal gusto como en aquellas.

Siete días después me encontraba descorchando una champagne de la Provenze cuando Danielle irrumpió en mitad de mi salón. ¡Qué buena ocasión para celebrar! Pensé. Estaba radiante. Había recortado su castaña melena y vestía un Armani que realzaba sus estilizadas curvas. Advertí que había adelgazado un poco pero no le di demasiada importancia; sólo podía mirar aquellos labios teñidos de un carmín rojo. Era un rojo tan penetrante que sólo podía ser como el de los castigos del Infierno que cuenta la Comedia. La atraje hacia mí con arresto y rodeé fuertemente su cintura para besar aquellos dulces labios. Al separarnos me abofeteó con tanto ímpetu que podría jurar que todavía hoy siento el dolor. Empezó a gritarme pero no la escuchaba. Entre los chillidos logré entender que me juzgaba por inmaduro (que si estas cosas se deben hacer a mi edad…) y que había pasado toda la semana en Verona. Aquellos gritos me parecían tan tiernos como los gemidos que horas y horas después me dedicaba con el mismo frenesí.
Volví a besarla, pero esta vez apreté mis labios fuerte contra los suyos. Al soltarla había enmudecido. Caí de rodillas a sus pies y aún puedo verme sonriéndole como un tonto. No, como un niño. Al descalzarla empecé a lamer sus pies despacio y deslicé mi lengua por sus piernas hasta más allá de donde se perdía la seda de aquella elegante falda de firma. Poco después ella se estremecía y caía al suelo junto a mí. La desnudé con impaciencia como la primera vez y le sujeté los brazos con delicadeza para inmovilizarla. Aquel aroma me devolvió a la vida. Besé sus pechos hasta que borracho de aquel olor y de aquel cuerpo, vencido, empecé a hacerle el amor sobre el suelo; el suelo marmóreo y gélido de mi salón.

1 comentario:

F. Ezra dijo...

Vale, me perdí! Desde luego cada vez pujaría más por tu forma de escribir.

Espero que te vaya todo a pedir de boca.